El Guarda y el Contrabandista
El Guarda y el Contrabandista
Eran las dos y cuarenta, un cortejo fúnebre apareció al final de la calle que colinda con la plaza de Cajabamba. Cuatro indígenas harapientos cargaban sobre sus hombros un humilde ataúd. Caminando con pesar, detrás de ellos, venía un grupo, casi todas eran mujeres indígenas que cantaban sollozando oraciones fúnebres en kichwa, para espantar el espíritu del difunto y ayudarlo a que cruzara al otro lado.
Aquella tarde de carnaval, casi todo el pueblo estaba volcado en la plaza. Algunos disfrutaban del jolgorio carnavalesco bebiendo chicha, otros estaban alerta. El contrabandista parecía sereno. El guarda, en cambio, miraba con inquietud para todos lados repartiendo órdenes confusas a los subalternos. El contrabando no pasaría, de ninguna manera.
Hace una semana, el contrabandista, que era uno de los más célebres de
la región, conversaba con un grupo de amigos acerca de la política de
los liberales. Estaban en la alborotada plaza de Cajabamba. Era domingo
de feria. De pronto, apareció el Inspector de Estancos con su séquito de
guardas vestidos de civil. Se coló en la conversación sin ser
invitado.
El contrabandista no le tenía miedo, si algo había aprendido en toda
una vida dedicada al delito, fue que la principal cualidad de un
clandestino, era tener cara de piedra. El jefe de los guardas, por su
parte, había llegado
hace poco con la consigna invencible de no permitir el paso de ni una
sola gota de trago de contrabando. Así se lo advirtió al bandido:
- Dejándose de bromas don, mejor dedíquese a criar pollos, porque conmigo, su negoció no va más- dijo en tono amenazante.
El contrabandista se limitó a sonreír con amabilidad.
- Comprenda usted, señor guarda, que si yo le entrego esa
producción de trago al gobierno, me quedo en la calle, el gobierno paga
pendejadas- manifestó el bandido, mientras buscaba aprobación en la
mirada de sus amigos.
- Además al diablo nunca le atrapan. Vea, le voy a contar una anécdota- añadió.
Una vez venía del trapiche de Pallatanga, viajaba con una caravana
de diez mulas, cada una cargaba un capacho con cien litros de agua
ardiente. No transitaba por los caminos normales. Era común verlo trepar
por aristas escarpadas en la cordillera, por caminos inciertos y
chaquiñanes invisibles. Conocía de memoria todas las rutas que llevaban a
Colta ¿qué podía salir mal?
Pero ese día se le durmió el diablo. Estaba cerca de Cajabamba, cuando de pronto, subiendo por una cornisa venían los guardas de estanco en sentido contrario, y ya lo habían visto ¿Huir? ¿Enfrentarse a tiros? Imposible, él tenía las de perder con el cargamento que llevaba. Pensó rápido, así que, sacó un puñal salvador y agujereó los diez capachos con celeridad. Por fortuna se rasgaron sin problema porque eran de caucho.
Pero ese día se le durmió el diablo. Estaba cerca de Cajabamba, cuando de pronto, subiendo por una cornisa venían los guardas de estanco en sentido contrario, y ya lo habían visto ¿Huir? ¿Enfrentarse a tiros? Imposible, él tenía las de perder con el cargamento que llevaba. Pensó rápido, así que, sacó un puñal salvador y agujereó los diez capachos con celeridad. Por fortuna se rasgaron sin problema porque eran de caucho.
- ¿Y qué pasó cuando se encontraron de frente compadre?- preguntó uno de sus amigos.
- Nada,
cuando los tuve frente a frente, no tenía ni una sola gota de trago.
Eso, señor guarda– dijo, mientras una sonrisa irónica se le dibujaba en
la comisura de los labios - fue lo más cerca que estuvieron de atraparme, y mire como son las vainas de la vida, de pura suerte-.
El jefe de los guardas se puso rojo de rabia. Eso sería en otros
tiempos, porque desde que él llegó todo iba a cambiar. Nadie más
perjudicaría al Estado por culpa del contrabando. El bandido y sus
amigos se rieron en su cara.
El guarda controló su ira, la historia no podía ser cierta. En ese instante pensó con sangre fría. ¿Cómo abrir una puerta para que el contrabandista se expusiera y así poder atraparlo? De esa manera fue que se le ocurrió la apuesta. Mientras él esté en el cargo, el bandido célebre no pasaría ni una sola gota de alcohol sin pagar impuestos, él apostaba lo que sea.
El guarda controló su ira, la historia no podía ser cierta. En ese instante pensó con sangre fría. ¿Cómo abrir una puerta para que el contrabandista se expusiera y así poder atraparlo? De esa manera fue que se le ocurrió la apuesta. Mientras él esté en el cargo, el bandido célebre no pasaría ni una sola gota de alcohol sin pagar impuestos, él apostaba lo que sea.
- Está
bien – dijo con serenidad el Contrabandista- le apuesto su honor, una
pierna de hornado, una caja de cervezas y cien sucres, a que el próximo
domingo a las dos de la tarde, paso un cargamento por aquí mismo y en
sus narices.
- Por mi está bien, pero le advierto que va a ir preso si pierde-
respondió el Inspector, quién había conseguido la oportunidad de
atrapar al célebre contrabandista. Cerraron el trato con un apretón de
manos.
Iglesia de Cajabamba |
* * *
Pasaron
diez minutos, el jefe de los guardas veía su reloj con nerviosismo y
controlaba que sus hombres se apostaran en cada rincón de la plaza, tal
como él había dispuesto. Nada pasaba, la cara de piedra del
contrabandista parecía cada vez más dura. El cantar destemplado del
cortejo indígena, no le dejaba pensar. Estos indios no deberían tener
derecho de enterrarse como los cristianos, pensó.
Mientras tanto, los amigos del bandido encendieron la mecha de la fiesta con una banda de pueblo. Rodaron por todos lados copas de licor importado, del que sí pagaba impuestos. Cantaban llenando sus pulmones de aire: a la voz del carnaval todo el mundo se levanta. Era la hora cero, la procesión fúnebre pasaba inadvertida por la plaza. En contraste, los festejos del carnaval parecían más frenéticos.
Mientras tanto, los amigos del bandido encendieron la mecha de la fiesta con una banda de pueblo. Rodaron por todos lados copas de licor importado, del que sí pagaba impuestos. Cantaban llenando sus pulmones de aire: a la voz del carnaval todo el mundo se levanta. Era la hora cero, la procesión fúnebre pasaba inadvertida por la plaza. En contraste, los festejos del carnaval parecían más frenéticos.
- Ya son las dos y diez, págueme esa pierna de hornado que estoy sin almuerzo, las cervezas y el dinero después- declaró el guarda.
El
contrabandista lanzó una carcajada de triunfo. La mercancía ya pasó,
frente a sus ojos, el humilde féretro contenía un capacho con cien
litros de trago.
Fueron a la casa del contrabandista y comprobaron la verdad. Luego, todos se unieron a la fiesta que habría de prolongarse dos jornadas más con los cien sucres de la apuesta. Después de quince días, el Inspector de Estancos Cantonal renunció a su cargo.
Fueron a la casa del contrabandista y comprobaron la verdad. Luego, todos se unieron a la fiesta que habría de prolongarse dos jornadas más con los cien sucres de la apuesta. Después de quince días, el Inspector de Estancos Cantonal renunció a su cargo.
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